sábado, 26 de julio de 2008

Cuento


G e r a n i a
Fernando Murillo Flores

A quien no gritó ni guardó silencio

Su madre debía ir a cuidar la plantación que su padre había hecho a medias con el dueño de un terreno que estaba a una media hora de camino a pie, desde su pequeña casita de madera ubicada en algún sector de la montaña; Gerania decidió ayudar a su madre llevando una bolsa con algunas cosas para que pase la noche fuera de casa; caminó con ella unos siete minutos durante los que recibió algunos encargos pequeños como preparar el mate para su padre, servir la comida que ya estaba preparada y que por la mañana, tempranito, suelte a las gallinas y los patos y prepare el desayuno; para ese entonces, ya estaría su madre de regreso; ella tenía seis años y su madre sabía que la oscuridad de la noche le daba miedo y le dijo que ya volviera a casa sin percatarse que la manito de Gerania, desde que salieron de su casita, en la medida que la fuerza de sus deditos lo permitían, se asía muy fuerte de la muñeca de la mano que su madre tenía tensa por el peso de la bolsa que cargaba.

El camino era visible y la vegetación se había tornado gris porque era una noche de luna llena, los ruidos que hacían los insectos que de día eran invisibles se presentaron en la cabecita de Gerania, dándole un miedo tal que a mitad de camino empezó a correr para llegar pronto al claro donde estaba su casita; antes de ingresar sintió un ruido que la asustó, sin embargo, luego se dio cuenta que era el sonido que provenía de las herramientas que su padre, que acababa de llegar, había dejado caer al suelo. Gerania podía sentir, como siempre, que su padre había bebido al final de la jornada de trabajo en la chacra. Era la mayor de tres hermanos que ahora correteaban en el interior de la casita de madera, cada uno con un calzoncito y un polito que dejaba ver sus ombligos en sus barriguitas hinchadas; sirvió la comida a sus hermanitos, como le había indicado su madre y dejó, enfriando, el mate para su padre en un jarro viejo de metal con porcelana blanca tal y como había visto que su madre lo hacía siempre, su padre no entró a la casa sino hasta que terminaron de comer.

Luego de entrar, su padre se sentó a la mesa en la única banca larga de madera que había en la habitación, se había lavado la cara y de su cabello aún goteaba el sudor, quejándose de un dolor en la espalda fue sorbiendo el mate y luego cruzó sus brazos poniéndolos encima de la mesa para quedarse dormido durante un buen rato. Gerania advirtió que su padre estaba, más que borracho, cansado; jugó con sus hermanitos, éstos al igual que ella estaban sumamente cansados pues todo el día jugaban corriendo de aquí para allá en el campo libre; Gerania acomodó a sus hermanitos encima de una tarima que apenas tenía una manta y en la que dormían los tres todas las noches; ella aún se dio fuerzas para colocar otra vela y arreglar sus cosas para ir a la escuela, su padre roncaba ruidosamente, pese a ello hizo el deber que le había dejado la profesora de hacer una composición sobre la primavera. Cansada, salió de la casita, verificó que las gallinas y los patos estuviesen en sus corrales, fue al silo y atendió sus necesidades, la profesora les había hablado a ella y a sus compañeritas de aula lo importante que es la higiene en una mujercita; en la medida de sus posibilidades trataba de estar limpia y cuidar su poquita ropa. Volvió a la casita, cerró la puerta con la tranca de madera de siempre y ya descalza fue a subirse a la tarima en la que dormía con sus hermanitos, el calor de la montaña hacía que durmiesen ligeros y separaditos pues la temperatura aumentaba en ese tiempo; el padre de Gerania seguía roncando. Ya eran las diez y media de la noche y Gerania, que dormía profundamente, sintió que unas manos la cogieron por debajo de los brazos y despierta ya se dio cuenta que eran las de su padre y aún sin entender la razón, se vio luego puesta de pie al lado de la tarima para ser bruscamente tumbada al piso de madera por la fuerza irresistible de las manos de su padre; el miedo que ya se había apoderado de ella sólo le permitía preguntarse qué es lo que pasaba, pues aún no tenía idea de lo se alojaría en su memoria para siempre, ¡y pensar que no gritó para que sus hermanitos no despierten¡; su padre, que estaba arrodillado ante ella tendida en el suelo y fuertemente sujetada por aquella fuerza incomprensible precedida de un rostro desconocido hasta esa noche, la despojó de su calzoncito, sin violencia; Gerania aún no comprendía lo que pasaba y sólo sintió cuando un fuerte dolor la quebró por dentro, y su padre, sin importarle el ay entre los labios de Gerania, su hija, continuo salvajemente rompiendo su inocencia. La niña quedó tendida, llorando en silencio, sus bracitos habían quedado como clavados en el suelo, de sus labios curvos de llanto pendía la saliva sucia del grito ausente, entre sus piernitas estaba su sexito que la profesora le había dicho debía mantener siempre limpio, allí estaba el agudo dolor y la humedad de semen y sangre que discurría entre sus piernas; no durmió, quedó allí muerta de dolor pensando que así tal vez era como debían ser las cosas.

Todo esto se leía entre las líneas del expediente; allí estaban los documentos médicos que daban cuenta del hecho; la denuncia de la madre de Gerania ante la Policía y, como siempre, fue la profesora de aula quien se enteró primero del hecho contado por la propia Gerania con la ingenuidad de su inocencia, y la ausencia de comprensión de lo que había sucedido; allí estaban también la declaraciones del padre que reconocía los hechos tal y conforme fueron contados. Había llegado el momento del juzgamiento, el padre de Gerania aceptó su responsabilidad en el hecho ante el Tribunal que juzgaba el caso, su abogado alegó lo que correspondía a su defensa y cuando se le preguntó, antes de dictarse la sentencia, si tenía algo más que agregar en su defensa, sacó de su bolsillo la fotografía de él con su familia, la puso en la mesa del Tribunal, retrocedió un paso y se arrodilló, como lo había hecho ante Gerania esa noche negra de su vida y pidió perdón, diciendo que sus hijos estaban desamparados; el Magistrado encargado de la dirección del caso, le dijo que se arrodillase sólo ante Dios – si creía en él – y, mirando la foto en la que aparecían Gerania y sus hermanitos en compañía de sus padres, le expresó que, precisamente por esa familia es que nunca debió haber violado a su hija. La sentencia fue leída, el padre de Gerania supo, entonces, a sus cuarenta y siete años, que le esperaba la eternidad de la cárcel en compañía de los barrotes de su conciencia, y que no saldría de ella para ver la vida de Gerania, ni la de sus hijos.

Gerania que sabía que su padre estaba en la cárcel por lo que le había hecho, comprendió que el daño era terrible y siempre pensaba en la noche que vio el rostro malvado de su padre. Un día más y ya había terminado de servir la comida a sus hermanitos, luego de guardar sus gallinas y los patos descansaba sentadita en el segundo peldaño de la escalera que conducía a la puerta de su casita; por la ventana se proyectaba la luz de la vela encendida en el interior, esta vez las herramientas de su padre no darían cuenta de su presencia, allí estaba la senda por la que volvió esa noche y por la que su madre había tenido que partir nuevamente hoy, la noche le seguiría dando miedo por el resto de su vida, pero ahora no sabía si ingresar a su casita de madera, ésta también le daba miedo, allí fue donde su padre se arrodilló ante ella y vio su rostro desconocido.